Hoy celebramos la
solemnidad litúrgica de la Asunción de la Virgen
María en cuerpo y alma a los cielos. Madre de
nuestro Dios y Señor Jesucristo, que, consumado
el curso de su vida en la tierra, fue elevada en
cuerpo y alma a la gloria de los cielos.
Venerado y profesado este misterio de la fe
cristiana por el pueblo fiel durante siglos, es
en 1950 cuando el Papa Pío XII lo proclamó como
dogma de fe.
La Asunción de la Virgen es consecuencia de su
Concepción Inmaculada: por ser llena de gracia,
por no haber contraído el pecado original, ni
cometido a lo largo de su vida pecados
personales, no estuvo sometida a la ley de la
corrupción del sepulcro. Es consecuencia también
de su perfecta virginidad, como nos dice San
Juan Damasceno: “Era necesario que aquella que
en el parto conservó intacta su virginidad,
conservase también su cuerpo sin ninguna
corrupción después de la muerte”. Es, por fin,
consecuencia de su maternidad divina y de la
unión perfecta con su Hijo, que no pudo dejar de
honrar a su Madre, como haría cualquier hijo si
estuviera en sus manos distinguir a aquella que
le ha dado el ser. Por ello, los Padres de la
Iglesia no cesan de repetir este principio:
“Dios podía hacerlo, convenía que lo hiciera,
luego lo hizo”. Cristo resucitado quiso que su
madre siguiera su misma suerte, anticipando en
ella como primicia la glorificación que a todos
nos aguarda al final de los tiempos.
"Dios todopoderoso y eterno, que has tomado en
la gloria del Cielo, con cuerpo y alma, a la
inmaculada Virgen María, Madre de tu hijo:
concédenos, por su intercesión, para que siempre
nos esforcemos en ir tras las cosas celestiales
y por tus méritos compartir su gloria."
Foto: Raúl R. Cabello