El 8 de diciembre, en
Huelva, siempre amanece distinto. Ella, la sin pecado concebida…
Ella, la pura y limpia y bendita entre las mujeres… Ella, preservada
de toda culpa original por singular privilegio de Dios… Ella, la
Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte… Ella, a quien
confiamos nuestra vida y por la que seguimos caminando, baja desde el
cielo de su capilla cada año derramando grandezas para recibir los
besos y caricias de sus hijos y volver a su morada en la noche de
gracia llena.
No encontramos las palabras cuando en cualquier momento del día
nuestra mirada con la tuya se cruza y, como en un sueño de oro que
no quisiéramos que terminara nunca, te decimos desde lo más profundo
de nuestro ser: ¡Aquí nos tienes de nuevo madre mía, rendidos a tus
pies! Con un beso en tu bendita mano sellamos nuestro profundo amor
en tu ser y te pedimos que nos des aliento y nos refugies en tus
brazos bajo tu manto vivo. La emoción se vuelve incontenible cuando
nos despedimos de tu rostro lleno de luz, de oraciones y plegarias.
De la misma luz que pedimos que nos ilumine el camino hacia la
gloria.
Toda llena de hermosura serena, has recibido las suplicas de un
pueblo, que de nuevo postrado a tus plantas y rendido a tu bendito
semblante moreno, te ha dado desde el alma y cara a cara las gracias
por tener la dicha de contemplarte de nuevo tan cerca, y se ha dado
cuenta en un instante que la espera ha merecido la pena.
Un año más te hemos proclamado llenos de gozo nuestra Madre
Amantísima y Celestial Reina y Soberana y a ti hemos acudido porque
sabemos que Tú nos escuchas y por tus hijos velas. Tú, el lucero de
nuestra mañana, eres nuestra fuerza para seguir subiendo escalones
en esta vida porque al final de los tiempos, Tú, serás quien nos
esperas. Tú… nuestra VICTORIA ETERNA. |